viernes, 3 de octubre de 2014

Despertando a la Vida

Nunca había sabido donde buscar, porque no sabía qué quería. Solo sabía que no era feliz.
Mi infancia transcurrió de una manera solitaria, en donde únicamente en mi imaginación podía ocurrir lo que yo quisiera que ocurriera. Sin saberlo, en ese entonces, estaría vislumbrando un atisbo de lo que muchos años después entendería como mi gran momento de emancipación: lo que pasara en mi mente me daría paso a la libertad o al aprisionamiento y lastimosamente, por un tiempo, escogí lo Segundo.
 
De vez en cuando me embargaban incontenibles episodios de llanto, sin poder entender su procedencia. Recuerdo la rabia que produjo un día en mi papá el darse cuenta de su propia impotencia para sacarme de ese estado. Yo estaba en la cocina evitando ser vista llorando, cuando de repente apareció él moviendo sus brazos algo desesperado, y dijo: pero por qué lloras! esto, por supuesto, hizo que mi llanto se incrementara aún más. Era imposible evitarlo. Creé en mi mente el lugar que convertiría en mi bastión de protección contra el mundo. Cada día iba poniendo más paredes a mi alrededor, y con cada dolor que experimentaba, alzaba más capas de ladrillos cubiertos con pesadas puertas de hierro y nuevas cerraduras. Esa fortaleza, sin embargo, no estaba diseñada para protegerme de mis propios pensamientos. Crecí con ese sabor agridulce en mi vida, entrando a formar parte del sistema y de la mágica fórmula que la sociedad indica para obtener la anhelada felicidad. Lo hice todo. Pero no era feliz. Si la felicidad que estaba buscando no era posible encontrarla en los lugares a los que había acudido previamente, debía ser porque no estaba allí. Jamás la encontraría en el mundo material, en un alto salario de una gran empresa, ni en el reconocimiento público, ni en una relación sentimental; porque nada que estuviera afuera de mí me podía proporcionar la dicha que estaba clamando.
 
Cuando renuncié a buscar la felicidad en lugares donde no la podía encontrar, tuve la certeza que mi liberación debería provenir desde adentro, no de afuera. Si quería tener una vida tranquila necesitaba una limpieza interior. Sacar el polvo y las telarañas de mi mente y empezar a perdonarme a mí misma. Desde ese momento los sentimientos de culpa y miedo empezaron a desvanecerse y en su lugar apareció un ferviente deseo: lo único que quiero es paz en mi mente!. Con esta declaración acepté que para tener paz tendría que querer parar de sufrir.
El amor llenó mi vida con una luz que hizo explotar las paredes que había construido. Y por primera vez, después de mucho tiempo, me sentí libre.
 
No era el amor hacia algo particular, hacia mis hijos o a mis familiares. Era mucho más abarcado. No era algo en específico, pero era lo todo. Era el amor por toda la creación, por todo el universo, era tener la certeza del amor de Dios dentro de mí misma y la infinita certeza de que no hay nada que temer. Todo esto ocurrió en mi mente. Los juicios y mis resentimientos me mantuvieron prisionera en ella y el perdón derrumbó las paredes de mi prisión reduciéndolas a cenizas y llenándolo todo con una infinita luz.
 
Ahora tengo paz. El pasado dejó de herirme porque lo he perdonado y a mi junto con él.

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